Difícilmente se encontrará limeño que, en su infancia por lo menos, no haya concurrido a funciones de títeres. Fue una española, doña Leonor de Goromar, la primera que en 1693 solicitó y obtuvo licencia del virrey conde de la Monclova para establecer un espectáculo que ha sido y será la delicia infantil, y que ha inmortalizado los nombres de ño Panchón, ño Manuelito y ño Valdivieso, el más eximio titiritero de nuestros días.
Futre los muñecos de títeres, los que de más popularidad disfrutan son ño Silverio, ña Gerundia González, Chocolatito, Mochuelo, Piticalzón, Perote y Santiago Volador. Los primeros son tipos caprichosos; pero lo que es el último fue individuo tan de carne y hueso como los que hoy comemos pan. Y no fue tampoco un quídam, sino un hombre de ingenio, y la prueba está en que escribió un originalísimo libro que inédito se encuentra en la Biblioteca Nacional y del que poseo una copia.
Este manuscrito, en el que la tinta con el transcurso de los años ha tomado color entre blanco y rubio, debió haber pasado por muchas aduanas y corrido recios temporales antes de llegar a ser numerado en la sección de manuscritos; pues no sólo carece de sus últimas páginas, sino lo que es verdaderamente de sentir, que algún travieso le arrancó varias de las láminas dibujadas a la pluma, y que según colijo por la lectura del texto, debieron ser quince.
Titúlase la obra Nuevo sistema de navegación por los aires, por Santiago de Cárdenas, natural de Lima en el Perú5.
Por el estilo se ve que en materia de letras era el autor hombre muy a la pata la llana, circunstancia que él confiesa con ingenuidad. Hijo de padres pobrísimos, aprendió a leer no muy de corrido, y a escribir signos, que así son letras como garabatos para apurar la paciencia de un paleógrafo.
En 1736 contaba Santiago de Cárdenas diez años de edad, y embarcose en calidad de grumete o pilotín en un navío mercante que hacía la carrera ente el Callao y Valparaíso.
El vuelo de una ave, que él llama tijereta, despertó en Santiago la idea de que el hombre podía también enseñorearse del espacio, ayudado por un aparato que reuniese las condiciones que en su libro designa. Precisamente muchas de las más admirables invenciones y descubrimientos humanos débense a causas triviales, si no a la casualidad. La oscilación de una lámpara trajo a Galileo la idea del péndulo; la caída de una manzana sugirió a Newton su teoría de la atracción; la vibración de la voz en el fondo de un sombrero de copa, inspiró a Edison el fonógrafo; sin los estremecimientos de una rana moribunda, Galvani no habría apreciado el poder de la electricidad, inventando el telégrafo; y por fin, sin una hoja de papel arrojada casualmente en la chimenea y ascendente aquella por el humo y el calórico, no habría Montgolfier inventado en 1783 el globo aerostático. ¿Por qué, pues, Santiago en el vuelo del pájaro tijereta no había de encontrar la causa primaria de una maravilla que inmortalizase su nombre?
Diez años pasó navegando, y su preocupación constante era estudiar el vuelo de las aves. Al fin, y por consecuencia del cataclismo de 1746, en que se fue a pique la nave en que él servía, tuvo que establecerse en Lima, donde se ocupó en oficios mecánicos, en lo que según él mismo cuenta era muy hábil; pues llegó a hacer de una pieza guantes, bonetes de clérigo y escarpines de vicuña, con la circunstancia de que el paño más fino no alcanza a la delicadeza de mis obras, que en varias artes entro y salgo con la misma destreza que si las hubiera aprendido por reglas; pero desgraciadamente las medras las he gastado sin medrar.
Siempre que Santiago lograba ver juntos algunos reales, desaparecía de Lima e iba a vivir en los cerros de Amancaes, San Jerónimo o San Cristóbal, que están a pocas millas de la ciudad. Allí se ocupaba en contemplar el vuelo de los pájaros, cazarlos y estudiar su organismo. Sobre este particular hay en su libro muy curiosas observaciones.
Después de doce años de andar subiendo y bajando cerros y de perseguir a los cóndores y a todo bicho volátil, sin exclusión ni de las moscas, creyó Santiago haber alcanzado al término de sus fatigas, y gritó ¡Eureka!
En noviembre de 1761 presentó un memorial al excelentísimo señor virrey don Manuel de Amat y Juniet, en el que decía que por medio de un aparato o máquina que había inventado, pero para cuya construcción le faltaban recursos pecuniarios, era el volar cosa más fácil que sorberse un huevo fresco y de menos peligro que el persignarse. Otrosí, impetraba del virrey una audiencia para explayarle su teoría.
Probable es que su excelencia se prestara a oírlo, y que se quedara después de las explicaciones tan a obscuras como antes. Lo que sí aparece del libro, es que Amat puso la solicitud en conocimiento de la Real Audiencia, según lo comprueba este decreto:
Lima y noviembre 6 de 1761.- Remítase al doctor don Cosme Bueno, catedrático de Prima de Matemáticas, para que oyendo al suplicante le suministre el auxilio correspondiente.- Tres firmas y una rúbrica.
Mientras don Cosme Bueno, el hombre de más ciencia que por entonces poseía el Perú, formulaba su informe, era este asunto el tema obligado de las tertulias, y en la mañana del 22 de noviembre un ocioso o mal intencionado esparció la voz de que a las cuatro de la tarde iba Cárdenas a volar, por vía de ensayo, desde el cerro de San Cristóbal a la plaza Mayor.
Oigamos al mismo Santiago relatar las consecuencias del embuste: «En el genio del país, tan novelero y ciego de ver cosas prodigiosas, no quedó noble ni plebeyo que no se aproximase al cerro u ocupase los balcones, azoteas de las casas y torres de las iglesias. Cuando se desengañaron de que no había ofrecido a nadie volar, en semejante oportunidad desencadenó Dios su ira y el pueblo me rodeó en el atrio de la catedral diciéndome: "o vuelas o te matamos a pedradas". Advertido de lo que ocurría, el señor virrey mandó una escolta de tropa que me defendiese, y rodeado de ella fui conducido a palacio, libertándome así de los agravios de la muchedumbre».
Desde este día nuestro hombre se hizo de moda. Todos olvidaron que se llamaba Santiago de Cárdenas para decirle Santiago Volador, apodo que el infeliz soportaba resignado, pues de incomodarse habría habido compromiso para sus costillas.
Hasta el Santo Oficio de la Inquisición tuvo que tomar cartas en protección de Santiago, prohibiendo por un edicto que se cantase la Pava, cancioncilla indecente de la plebe, en la cual Cárdenas servía de pretexto para herir la honra del prójimo.
Excuso copiar las cuatro estrofas de la Pava que hasta mí han llegado, porque contienen palabras y conceptos extremadamente obscenos. Para muestra basta un botón.
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- «Cuando voló una marquesa
- un fraile también voló,
- pues recibieron lecciones
- de Santiago Volador.
- ¡Miren qué pava para el marqués!
- ¡Miren qué pava para los tres!».
Al fin, don Cosme Bueno expidió su informe con el título Disertación sobre el arte de volar. Dividiolo en dos partes. En la primera apoya la posibilidad de volar; pero en la segunda destruye ésta con serios argumentos. La disertación del doctor Bueno corre impresa, y honra la erudición y talento del informante.
Sin embargo de serle desfavorable el informe, Santiago de Cárdenas no se dio por vencido: «Dejé pasar un año -dice- y presenté mi segundo memorial. Las novedades de la guerra con el inglés y las nuevas que de Buenos Aires llegaban me parecieron oportunidad para ver realizado mi proyecto».
Algunos comerciantes, acaso por burlarse del volador, le ofrecieron la suma necesaria para que construyese el aparato, siempre que el gobierno lo autorizase para volar. Santiago se comprometía a servir de correo entre Lima y Buenos Aires, y aun si era preciso iría hasta Madrid, viaje que él calculaba hacer en tres jornadas, en este orden: «un día para volar, de Lima a Portobelo, otro día de Portobelo a la Habana, y el tercero de la Habana a Madrid». Añade: «todavía es mucho tiempo, pues si alcanzo a volar como el cóndor (ochenta leguas por hora) me bastará menos de un día para ir a Europa».
«Este memorial -dice Cárdenas- no causó en Lima la admiración y alboroto del primero, y confieso que, con la sagacidad de que me dotó el cielo, había ya conseguido partidarios para mi proyecto». Aquí es del caso decir con el refrán: un loco hace ciento.
En cuanto al virrey Amat, con fecha 6 de febrero de 1763 puso a la solicitud el siguiente decreto: No ha lugar.
Otro menos perseverante que Santiago habría abandonado el proyecto; pero mi paisano, que aspiraba a ser émulo de Colón en la constancia, se puso entonces a escribir un libro con el propósito de remitirlo al rey con un memorial, cuyo tenor copia en el proemio de su abultado manuscrito.
Parece también que el duque de San Carlos se había constituido protector del Ícaro limeño, y ofrecídole solemnemente hacer llegar el libro a manos del monarca; pero en 1766, cuando Cárdenas terminó de escribir, el duque se había ausentado del Perú.
Pocos meses después, el espíritu de Santiago Cárdenas emprendía el vuelo al mundo donde cuerdos y locos son medidos por un rasero.
El autor de un curioso manuscrito titulado Viaje al globo de la luna, libro que existe en la Biblioteca de Lima y que dobló escribirse por los años de 1790, dice, hablando de Santiago de Cárdenas: «Este buen hombre, que era en efecto de fina habilidad para trabajos mecánicos, estaba a punto de perder el seso con su teoría de volar, y hablaba desde luego aun mejor que lo hiciera. Él se había hecho retratar a la puerta de su tienda, en la calle pública, vestido de plumas y con alas extendidas en acción de volar, ilustrando su pintura con dísticos latinos y castellanos, alusivos a su ingenio y al arte de volar, que blasonaba poseer. Recuerdo esta inscripción: ingenio posem superas volitare per arces me nisi paupertas in vida deprimeret. Acechaba con el mayor estudio el vuelo de las aves, discurría sobre la gravedad y leyes de sus movimientos, en muchos casos con acertado criterio. Una tarde se alborotó el vulgo de la ciudad por el rumor vago que corrió de que el tal hombre se arrojaba volar por lo más encumbrado del cerro de San Cristóbal. Y sucedió que el tal Volador (que ignorante del rumor salía descuidado de su casa) hubo menester refugiarse en el sagrado de una iglesia para libertarse de una feroz tropa de muchachos que lo seguían con gran algazara. Cierto chusco mantuvo en expectación al pueblo diseminado por las faldas del monte y riberas del Rímac; porque trepando al cerro en una mula que cubría con su capa y extendidos sus vuelos con ambos brazos, daba a la curiosidad popular una adelantada idea de un volapié, como lo hacen los grandes pájaros para desprenderse del suelo. Así gritaba la chusma: «¡Ya vuela! ¡Ya vuela! ¡Ya vuela!».
También Mendiburu en su Diccionario Histórico consagra un artículo a don José Hurtado y Villafuerte, hacendado en Arequipa, quien por los años de 1510 domesticó un cóndor, el cual se remontó hasta la cumbre del más alto cerro de Uchumayo, llevando encima un muchacho, y descendió después con su jinete. Hurtado y Villafuerte, en una carta que publicó por entonces en la Minerva Peruana, periódico de Lima, cree en la posibilidad de viajar sirviendo de cabalgadura un cóndor, y calcula que siete horas bastarían para ir de Arequipa a Cádiz.
La obra de Cárdenas es incuestionablemente ingeniosa, y contiene observaciones que sorprenden, por ser fruto espontáneo de una inteligencia sin cultivo. Pocos términos científicos emplea; pero el hombre se hace entender.
Después de desarrollar largamente su teoría, se encarga de responder a treinta objeciones; y tiene el candor de tomar por lo serio y dar respuesta a muchas que le fueron hechas con reconocida intención de burla.
Yo no atinaré a dar una opinión sobre si la navegación aérea es paradoja que sólo tiene cabida en cerebros que están fuera de su caja, o si es hacedero que el hombre domine el espacio cruzado por las aves. Pero lo que sí creo con toda sinceridad, es que Santiago de Cárdenas no fue un charlatán embaucador, sino un hombre convencido y de grandísimo ingenio.
Si Santiago de Cárdenas fue un loco, preciso es convenir en que su locura ha sido contagiosa. Hoy mismo, más de un siglo después de su muerte, existe en Lima quien desde hace veinte años persigue la idea de entrar en competencia con las águilas. Don Pedro Ruiz es de aquellos seres que tienen la fe de que habló Cristo y que hace mover los montes.
Una observación: don Pedro Ruiz no ha podido conocer el manuscrito de que me he ocupado, y ¡particular coincidencia!, su punto de partida y las condiciones de su aparato son, en buen análisis, los mismos que imaginó el infeliz protegido del duque de San Carlos.
Concluyamos. Santiago de Cárdenas aspiró a inmortalizarse, realizando acaso el más portentoso de los descubrimientos, y ¡miseria humana!, su nombre vive sólo en los fastos titiritescos de Lima.
Hasta después de muerto lo persigue la rechifla popular.
El destino tiene ironías atroces.